FALTA DE EMPATÍA EN ALGUNOS SANITARIOS
10:57
No soy sospechoso de sentimientos adversos hacia los sanitarios.
Soy sanitario hace casi 30 años, tengo familiares y amigos sanitarios y trato pacientes sanitarios… además de valorar y promover nuestro autocuidado.
Sin embargo, hace unos días me decepcionaron mucho… algunos de ellos… y ellas, aunque otros me confirmaron que hay verdaderas maravillas entre estos profesionales.
Te cuento:
Intervienen a mi mujer de una rodilla en el hospital de Santa Isabel, por derivación del equipo de cirugía traumatológica del Hospital Virgen Macarena, ambos en Sevilla capital.
La cita con el cirujano jefe fue del todo correcta, aunque ya empezamos con: “…por protocolo COVID su mujer debe venir sola a consulta”. Habrá más de esto durante la historia.
En dicha cita, le comentaron que a finales de mayo tendrían otra cita para valorar otra RMN y decidir así la fecha de la cirugía. Con esto, hacemos nuestros planes para el mes de mayo.
¡¡¡Pero, oooh sorpresa!!! A inicios de mayo le llaman y le indican: “…la operamos el 12 de mayo en Santa Isabel. Antes debe pasar por preanestesia”. Quizás pienses que fue una noticia agradable y en parte estás en lo cierto, pero las preguntas posteriores nunca obtuvieron respuesta hasta minutos antes de la intervención: “¿Por qué el cambio?, ¿Qué observó en las pruebas?, ¿Qué tiempo de reposo necesitaré después?”. En fin, lo normal para intentar reducir la ansiedad provocada por la incertidumbre y reordenar nuestra agenda.
Vamos al mismo día de la cirugía. Llegamos a Santa Isabel, un hospital privado con un trato muy amable, pero a las primeras ya sale la típica frase: “… por protocolo COVID, no puede quedarse en la sala de espera de quirófano. Debe quedarse en la habitación y el cirujano le llamará para informarle”.
Me quedé, qué remedio. Y efectivamente, a la hora y media de llevarse a mi mujer, recibí la llamada de sosiego, contándome lo deseable para todos y explicándome con detalle qué pasaba y cuál sería la evolución más probable. Por aquí, muy bien.
Después, ya en la habitación, el trato fue espectacular. Atención cercana, inmediata y resolutiva. Todo hasta que se cambió de turno y se produjo una especie de metamorfosis, que dejaré para otra ocasión.
¿Y cuál es mi queja?, te estarás preguntando. No tengas prisa, que ahora viene el plato principal.
Nos fuimos a casa, no sin antes recordar varias veces la petición de alta, tal como el cirujano había recomendado. En casa todo bien, parecía que empezábamos la fase II de este proceso de intervención. ¡No sabíamos que nos esperaba una noche movidita!
Tras aplicación de Heparina y toma de Enantyum, mi mujer comienza a sentirse mal: náuseas, vómitos, hipotensión, malestar general, lo cual nos situó en un escenario que invitaba a contactar con Urgencias. Agárrate que aquí empieza.
Llamo a Salud Responde, recibiendo un trato aceptable y derivándonos a Emergencias. Intento explicar al técnico la situación de mi mujer, pero casi no me deja hablar. Según mi relato, él consideró que no era grave para que un equipo médico se desplazara a casa, por lo que me sugirió que fuéramos a Urgencias del Hospital Virgen Macarena.
Entre lo que me dejó decir, pude enfatizarle que “…Hacía pocas horas que estaba operada de rodilla y tenía mucha dificultad para bajar y subir escaleras”. Fue entonces cuando me dijo que me enviaban una ambulancia para dicho desplazamiento.
Casi 45 minutos después, la ambulancia seguía sin aparecer y mi mujer mostraba cada vez más señales de malestar, incluso empezó a aparecer somnolencia, lo que podría ser indicativo -entre otras patologías- de una trombopenia.
Viendo el panorama, decidí avisar a mi madre para que nos acompañe -en nuestro coche particular- a otro hospital: el Virgen del Rocío, más cerca geográficamente de nuestro domicilio y también perteneciente a la red de hospitales públicos de la Junta de Andalucía.
En 15 minutos estábamos en Urgencias de este hospital. Mi mujer y mi madre se bajaron en Urgencias de Traumatología, mientras yo busco un aparcamiento fuera del recinto hospitalario, como marca la normativa.
Ellas hicieron los trámites de registro y yo tardé cinco minutos en volver. Al llegar, telefoneé a mi madre, quien me indica que debo ser yo quien esté dentro, así que sale con el pase reglamentario de “acompañante”.
La vigilante de seguridad, al ver que mi madre salía para realizar ese cambio, se levanta de su silla en 0,001 segundos y me dijo airadamente: “Esto no puede ser. No podéis estar todo el tiempo uno entrando y otro saliendo. El que entra se queda”. Y le expliqué, muy educadamente, de dónde venía y lo que había ocurrido.
Tras reflexionar unos segundos, decidió que mi aclaración era válida, y permitió el cambio, aunque antes de entrar me volvió a insistir en el tema de los canjes.
Mi mujer ya había pasado por triage, así que tocaba esperar a que megafonía indicara su código, ya sabes, por aquello de la protección de datos, algo que no se cumple siempre en otros servicios sanitarios públicos.
Después de más de media esperando en una sala de espera abarrotada de… NADIE, por fin pasamos a una consulta, en la que nos encontramos con dos MIR que casi a la par de demandarnos información de la situación, nos recuerdan que en su historia aparece que la intervención se ha practicado por un equipo de un hospital distinto al suyo y en unas instalaciones privadas.
No sabía bien qué significaba eso, pero tardaron pronto en aclarárnoslo. Resulta que, al ser un equipo diferente, usan técnicas distintas y el traumatólogo de guardia no iba a querer bajar para atender a una paciente de otro hospital.
“Entiendo”, le dije casi irónicamente. Y si resulta que en unos días nos vamos a otra ciudad lejos de aquí y le sucede algo parecido a mi mujer, ¿qué debemos hacer… regresar a Sevilla para ir a Urgencias del Virgen Macarena?
Uno de ellos, valoró mi pregunta como muy interesante, algo que a mí me importó absolutamente nada. Mi único interés era que un profesional de la Medicina de ese hospital -en el que estábamos- valorase el estado de mi mujer, que cada vez estaba más alicaída.
Imposible de hacerles entender el valor universal de la asistencia sanitaria, por lo que tras su insistencia de: “… debéis ir al Virgen Macarena”, nos fuimos de esa consulta, de ese hospital y de esa mala compañía de profesionales mediocres e insensibles… (espero que aprendan con el tiempo, a poder ser mañana mismo).
De camino al hospital de marras, recibí una llamada de Salud Responde informando de que la ambulancia estaba en nuestro domicilio, pero nadie atendía a la puerta. Les comenté que en ese momento hacía ya dos horas desde el aviso sobre el envío de la ambulancia. La respuesta fue la de siempre: “No es culpa nuestra. Es que no tenemos suficientes unidades”. Digo yo que una llamada informando de la tardanza de la llegada de la ambulancia nos hubiera ayudado.
Bien, sigamos hacia el hospital. Iba conduciendo rápido, sin tener muy actualizada la norma de la DGT sobre circulación en vías urbanas. Casi podríamos decir que iba en “modo ambulancia”, pero sin sirena ni luces, todo para que a mi mujer le atendieran lo antes posible.
Llegamos a Urgencias del otro gran hospital universitario de la ciudad. Mismo proceder que antes, o sea, mi madre se queda con ella y voy raudo a aparcar el coche, regresando de nuevo en breve.
Llego a tiempo para el triage, es más, soy yo quien le cuento a la enfermera qué ocurre, ya que mi mujer podía a penas hablar, debido a su empeoramiento general. El trato inicial fue correcto, pero era sólo el principio.
Al hacer el ademán de acompañarla, tal como pasó en el anterior hospital, me dicen que no puedo pasar con ella debido al… Sí, has acertado: ¡Protocolo COVID!
Le hago ver su estado, en camilla, casi sin poder hablar y con claros signos de hipotensión. Nada, impertérrita, cuan robot fiel a su programación… Justo aquí empieza una larga estancia en la sala de espera de Urgencias.
Pasada una primera hora y sin saber nada de ella, volví a hablar con la enfermera de triage para exponerle la situación. Incluso le hago saber que soy sanitario, para mostrarle mi comprensión y -a la par- pedirle que entienda que no estoy intentando imponerle nada, sino que sea capaz de valorar de manera individual mi caso, no por afinidad profesional, más bien por circunstancias reales de mi mujer. ¡Imposible!, casi me echó de su despacho, resaltándome que parecía mentira que no me diera cuenta de que estamos en una PANDEMIA… MUNDIAL.
Minutos después, preso de la incertidumbre por saber cómo estaba mi mujer -a 20 metros físicos de mí- me dirigí al vigilante de seguridad, quien me respondió que la decisión la toma la enfermera de turno y él sólo hace su trabajo, algo que luego demostraría que no era cierto, por diferentes motivos.
Mi madre no podía creerse tanta insensibilidad y quiso intentar algo parecido, pero anticipando el mismo fracaso, pude convencerle de que lo mejor era seguir esperando como buenos… no sé cómo buenos qué.
Sólo nos quedaba eso: seguir esperando, con la indefensión e impotencia cada vez más presentes.
Dos horas después de ver a mi mujer por última vez, y repito… sin saber nada de ella, salió una enfermera de la “zona prohibida” y preguntó por mí.
Mi primera reacción fue alarmarme, ya que todos los familiares que esperaban noticias recibían su llamada por megafonía, y esa señora salió directamente a buscarme.
Al llegar a su altura, incluso sin preguntarle y quizás atendiendo a mi cara, me dijo: “Tranquilo. Tu mujer está bien. Aún espera a que le atiendan”. Por un lado, bien, sabía algo de ella; por otro lado, me confirmaba que llevaba todo este tiempo sola en la camilla, esperando que algún sanitario se ocupara de su dolencia.
La propia enfermera se ofreció a negociar con su compañera, para que me dejara pasar unos minutos a acompañar a mi mujer. En diez segundos regresó y me dijo: “No hay manera. Esto me parece inhumano”, con lo cual coincidí plenamente con ella.
Se comprometió a salir cada cierto tiempo para avisarme, algo que cumplió y con lo que se redujo algo la ansiedad que tanto mi madre como yo teníamos por la falta de información.
En una de sus salidas nos comentó que iban a hacerle una analítica y nos aconsejó más paciencia, porque eso llevaría más de dos horas de espera, estimación con la que acertó de lleno.
Pasado ese tiempo, salió mi mujer en camilla -con mejor cara- de la sala prohibida, acompañada de la misma enfermera que estuvo haciendo de enlace con ella y conmigo gran parte del tiempo. Llevaba el informe del médico y nos contó lo que éste le había concretado. Mi intención fue hablar con el médico, a fin de poder escuchar de su boca la valoración y su juicio clínico, dado que mi mujer seguía aún algo confusa.
Sí, de nuevo aciertas. No tuve la ocasión de hablar con él, y un enfermero que también iba con mi mujer me invitó a que me leyera bien el informe, como si no lo hubiera hecho ya antes de solicitar hablar con dicho médico.
Pues hasta aquí la nochecita que pasamos, que sé no es ejemplo del trato habitual de la mayoría de los profesionales sanitarios. Sin embargo, todos sabemos que haberlos haylos, destacando la insensibilidad, la prepotencia y la falta de entender cada caso de manera individual.
Dedicarse a la sanidad es duro, pero a la vez es un placer y un privilegio. Debemos honrar siempre y recordar por qué y para qué somos sanitarios. Muchas gracias a esa enfermera que lo tuvo presente.
Psicólogo clínico y del Deporte // Col. AN-2.455